En el mes de junio han tenido lugar algunos asuntos de interés, pero lo que más ha conmovido a los plumíferos como yo ha sido el intento de la ministra Bibiana Aído de imponer el término miembra. Su departamento trabaja con una materia tan explosiva, la igualdad, que parece condenada a no influir más que en los crucigramas. Las reacciones han sido interesantes. Una mayoría ha dicho que la miembra es tonta de remate, pero la han defendido ciertas feministas que exigen su derecho a imponer un lenguaje sexualizado, en sustitución del sexualizado por los hombres. El argumento de fondo, sin embargo, es muy instructivo sobre la ideología neoburguesa, a saber, que la política debe realizar deseos.
SIENDO ASÍ que los deseos son un asunto íntimo, para imponerlos políticamente es menester convertirlos en exigencia jurídica universal. Uno puede desear cambiar de sexo (físicamente o en palabras), pero la acción propiamente política consistirá en exigir que sea el Estado quien patrocine el cambio de sexo, de manera que todos los ciudadanos paguen la realización del deseo. Solo así los deseos se convierten en realidad: todos necesitamos transexuales y miembras desde el momento en que los financiamos.Contaba el escritor Michael Greenberg que cierto día su mujer invitó a comer a una amiga del trabajo llamada Georgina. No había cumplido los 30, era pelirroja, despierta y militante, pero a pesar de múltiples operaciones quirúrgicas y químicas no había podido suprimir por completo sus evidentes hechuras masculinas. Greenberg, intrigado, se lanzó a interrogarla con gran disgusto de su mujer. Sin embargo, el sentido riguroso de la transformación (”destruir una de las leyes más implacables de la naturaleza”, decía Greenberg) solo aparecía entre las exigencias de Georgina en su forma lingüística: “Se trata, dijo, de suprimir los pronombres” ya que la diferencia masculino/femenino es solo un fantasma impuesto social y económicamente. “Esa es la verdadera libertad, añadió: yo soy lo que digo que soy, y no aquello que era al nacer”.Esta ideología de la omnipotencia del deseo, conduce a paradojas notables. La vieja definición de catalán que proponía el presidente Pujol en épocas realistas era: “Es catalán aquel que vive y trabaja en Catalunya”. La nueva burguesía ha impuesto otra definición más apropiada al deseo: “Es catalán quien quiere ser catalán”. Como Georgina, basta con desear algo para que el Estado deba subvencionarlo.Cuando el deseo suplanta a la necesidad, la ideología se convierte en un búnker psicótico: mis deseos deben ser reconocidos universalmente como derechos y por lo tanto yo debo ser subvencionado.
(Josep Pla)
divendres, 20 de juny del 2008
Subvencionar el desig
Félix de Azúa: