En 1997, la Revolución Cubana atravesaba sus peores momentos. Su principal aliado y sostén económico, la Unión Soviética, había cesado de existir seis años antes. Había hambre y escasez de todos los productos de primera necesidad en la isla, que vivía bajo las reglas del “periodo especial en tiempo de paz”, un eufemismo para caracterizar una verdadera economía de guerra. Aparecieron pintadas anónimas en las paredes –“Abajo Fidel”– y las primeras señales públicas de descontento, con una manifestación espontánea en el Malecón, algo nunca visto en La Habana desde la llegada al poder de los barbudos, en 1959. En uno de esos golpes propagandísticos perversos, a los que siempre ha recurrido cuando ha estado en un apuro, al dictador cubano se le ocurrió recuperar la figura del popular guerrillero argentino-cubano para distraer al pueblo de sus apremiantes penurias y “relanzar la mística revolucionaria”. Encontrar sus restos se convirtió en el principal desafío para 1997, proclamado “Año del Che”. El Líder Máximo no podía fallar y, menos aún, aquellos que él mismo escogió cuidadosamente para cumplir tan peculiar cometido. Costara lo que costara, los huesos del “Comandante de América” tenían que llegar antes de octubre para ser depositados en el descomunal mausoleo que le estaban construyendo en Santa Clara, la ciudad liberada por la tropa bajo su mando, antes de marchar hacia La Habana, en los últimos días de diciembre de 1958. Y los huesos llegaron a tiempo, tal y como lo había ordenado Fidel Castro.
¿Cómo lo lograron? Diez años después del hallazgo “milagroso”, como lo definió el propio caudillo, van apareciendo por fin las pruebas del engaño.
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