Adéu a Nihil Obstat | Hola a The Catalan Analyst

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dimecres, 3 de novembre del 2010

Una democràcia sense demòcrates

Michael Seidman, catedràtic d'Història de la Universitat de Carolina del Nord resenya a Revista de Libros dos llibres sobre la segona república espanyola: EL PRECIO DE LA EXCLUSIÓN. LA POLÍTICA DURANTE LA SEGUNDA REPÚBLICA de Manuel Álvarez Tardío y Roberto Villa García i ¿POR QUÉ LA REPÚBLICA PERDIÓ LA GUERRA? de Stanley G. Payne.
Al contrario que [las] guerras civiles europeas, la confrontación española entre revolucionarios y contrarrevolucionarios no fue el subproducto de una guerra mundial y dependió casi exclusivamente de factores endógenos. La «revolución» española, como la denomina Payne, comenzó en 1931. En contraposición a Weimar o a la Tercera República francesa, sus orígenes no echaban sus raíces en el aplastamiento contrarrevolucionario de la extrema izquierda. Por el contrario, los dirigentes «jacobinos» de la Segunda República española, especialmente Manuel Azaña, tenían como su máxima prioridad «la exclusión permanente de los intereses católicos y conservadores de la participación en su Gobierno» (p. 23). Sus aliados socialistas fueron un paso más allá al afirmar que la llegada de la República había demostrado que España había pasado a ser tan moderna y desarrollada que una derecha permanentemente debilitada ya no podía detener la llegada del socialismo. El resultado de la alianza de los republicanos de izquierda de Azaña y los socialistas fue un régimen que Javier Tusell definió como «una democracia poco democrática» (p. 23). Según Payne, la República restringió los derechos civiles y censuró periódicos con mayor severidad de lo que lo había hecho la monarquía parlamentaria. Al mismo tiempo, admite que la lealtad condicional de la derecha al régimen republicano despertó legítimas sospechas: «Aunque la derecha moderada [...] se ajustó a la ley, su último objetivo no era mantener una república democrática, sino convertirla en una especie de régimen distinto de tendencias conservadoras y corporativistas» (p. 29). Sin embargo, Payne atribuye a la izquierda una mayor responsabilidad por el desmoronamiento de la democracia en la España de los años treinta. Se muestra de acuerdo explícitamente con Pío Moa en que «la insurrección de los socialistas [en 1934] fue la más organizada, la más elaborada y la mejor armada de todas las acciones de insurrección que se produjeron en Europa occidental durante el período de entreguerras» (p. 32). A ojos de Payne, se trató también de la menos defendible ya que, al contrario de la revuelta socialista austríaca de 1934, no constituyó una reacción a la imposición de un gobierno autoritario.

Payne se distancia de Moa cuando afirma que Asturias no fue el comienzo de la guerra civil, que no resultaba inevitable con posterioridad a 1934. Defiende que el único camino seguro para la supervivencia de la República era reprimir masiva y severamente a la izquierda radical, tal y como hicieron la Tercera República francesa durante la Comuna de París de 1871 y la República de Weimar durante la Revuelta de Espartaco de 1918-1919. A pesar de que las elecciones de febrero de 1936 demostraron sólo una limitada polarización de una sociedad supuestamente hiperpolitizada, el fracaso del Frente Popular a la hora de mantener el orden y sus acciones antidemocráticas –manipulación de elecciones y, por supuesto, el asesinato de Calvo Sotelo– contribuyeron enormemente a aumentar la polarización. Los asesinos del líder de la oposición eran personas próximas al dirigente socialista, Indalecio Prieto, que las protegió de cualquier investigación. Al igual que los fascistas italianos, los socialistas españoles «eran la principal fuente de violencia política en sus respectivos países» (p. 72). El Gobierno del Frente Popular no consiguió cobrar conciencia de que las democracias podían gobernarse únicamente desde el centro y este error garrafal acabó por dar lugar a una guerra civil.