Un borracho está dando el coñazo en la mesa. Coño, pero si es John Galliano. Tate, tate, cuate, y saca el telefón. Déjale que se explaye. Muy bien, jodido, sigue, que te voy a hacer un traje en youtube que te vas a pasmar.
Ya me he referido otras veces a la innoble capacidad del periodismo moderno de convertir cualquier comentario de barra de bar en una declaración dos puntos comillas. Aunque, ciertamente, que ya no distinga entre comillas borrachas y sobrias es una novedad y un paso adelante. Pero la estupenda moraleja de esta escandalosa historia alude al pueblo soberano. Al ciudadano libre. A tu querida presencia, comandante transparencia. A las cíclicas soflamas sobre las cámaras callejeras y el derecho a la privacidad. La privacidad ¡Como si un borracho no fuera en sí mismo una privacidad completa, inexpugnable! Ah, 1984. Creíamos que era un asunto del poder contra el pueblo y ahora vemos que es sólo el circo sangriento del pueblo, todos contra todos.
N'hi ha que enregistren amb el seu telèfon mòbil al rodamón que apallissen o a la noia que violen. Afegeixen a l'agressió brutal l'humiliació pública de les víctimes. Delinqüents estúpids que rubriquen amb una càmara el seu delicte, com l'artista rubrica amb un pinzell la seva obra.
N'hi ha d'altres, més fins i educats, més políticament correctes, que es limiten a l'escarni aprofitant la impunitat d'una víctima desarmada per l'acohol. Galliano podria haver dit qualsevol cosa. Però no el van advertir que tot el que digués podia ser utilitzat en contra seu.