PETER FROST.- El último milenio ha visto tres tendencias superpuestas en las sociedades occidentales con respecto a la violencia fuera de la ley. La primera comenzó en el siglo XII con el auge de los estados fuertes y una creciente determinación, con el consentimiento de la Iglesia, de castigar al “malvado” de forma que el “bueno” pueda vivir en paz. Para el fin de la edad media, los tribunales estaban condenando a muerte a entre el 0.5 y el 1% de todos los hombres de cada generación, con un igual número muriendo mientras aguardaban juicio. En correspondencia, se estaba dando un cambio en el ambiente cultural. El macho violento pasó de héroe a villano. Incluso si no lo pagaba con la pena última, sus oportunidades para el avance social estaban ahora mucho más limitadas.
La segunda tendencia fue una firme caída en la tasa de homicidios a lo largo de la mayor parte de Europa occidental. En Inglaterra, esta tasa cayó como cien veces entre los siglos XII y XIX (Eisner, 2001).
La tercera comenzó en el siglo XVII con la creciente negativa de los tribunales a imponer la pena de muerte. Entonces, desde mitad del siglo XVIII en adelante, un país detrás de otro empezó a limitar la pena de muerte o a abolirla del todo.
Estas tres tendencias estaban interrelacionadas. La primera de ellas, la “guerra al asesinato”, tuvo un gran éxito. La fuente de hombres violentos se secó hasta el punto de que la mayoría de los asesinatos ocurrían sólo bajo condiciones de stress extremo, celos o intoxicación. La violencia cesó de ser un modo socialmente aprobado de ganar prestigio y hacer avanzar los intereses personales. Se convirtió en una marca de vergüenza, condenando a los culpables a los márgenes de la sociedad, si no a las galeras. La pena de muerte se volvió menos necesaria a medida que se empleó más. / Segiu llegint
(Josep Pla)
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