Estimado profesor Marina:
Le escribo esta carta abierta en esta tribuna diminuta sin la esperanza de que Usted la lea, pero desde la admiración que siento por usted y desde la responsabilidad personal que me impone asunto tan grave como la educación de nuestros hijos.
Me confieso lector devoto de sus libros ya desde su Teoría de la Inteligencia Creadora, uno de los libros que más han sabido influir en la formación de mi propio pensamiento; de ahí continué con La selva del lenguaje, El Misterio de la Voluntad Perdida y Dictamen sobre Dios hasta llegar al último, posiblemente el más profundo de todos ellos, Anatomía del Miedo.
He afirmado que Teoría de la Inteligencia Creadora, libro que leí con unos 30 años, edad harto chocante para experiencias iniciáticas, influyó de forma decisiva en la formación de mi pensamiento, y no es hipérbole. A través de ese libro empecé a entender o, por mejor decir, a sistematizar el conjunto de intuiciones y conocimientos dispersos que ya había adquirido sobre la relación íntima e indisoluble que existe entre inteligencia, voluntad y ética, es decir, entre inteligencia y libertad. Ese aprendizaje, que después he ido consolidando con muchas otras lecturas y reflexiones propias, alcanzó un nuevo punto de culminación con la lectura, este mismo año, de Anatomía del miedo, texto excepcional al que debo la definición de ética más sencilla, breve y atinada que yo haya leído jamás: un conjunto de principios que todos podamos compartir. Esa definición de ética, que vale por muchos tratados completos, constituye ese cimiento, esa primera piedra que con frecuencia es tan difícil de encontrar, sobre la cual edificar todo un sistema de pensamiento liberal desde el respeto a la naturaleza del hombre; porque si bien es cierto que la libertad es la capacidad del hombre para actuar sin otras limitaciones que la libertad de quienes le rodean, esa libertad queda incompleta, vaciada de su componente genuinamente humano, si no se emplea para dignificar nuestra propia naturaleza, para concebir y dirigir un proyecto de vida destinado a hacer el bien.
Siendo así, entenderá que ver su nombre unido al proyecto del Gobierno de España para la inclusión en el programa de la enseñanza pública de una asignatura llamada “educación para la ciudadanía” me produjese una profunda extrañeza. Esa extrañeza, así como el elevado concepto que tengo de Usted, me han movido a leer con interés todo lo que he podido de cuanto Usted ha escrito en justificación de este alineamiento suyo, tan chocante. De esas lecturas he obtenido una conclusión que me ha extrañado doblemente; en sus artículos y entrevistas, ha dirigido Usted todos sus esfuerzos a justificar los principios que, a su parecer, deben estar en el programa, en el plan de esa asignatura, incurriendo en una confusión impropia de un hombre de su talento y su inteligencia, porque el debate, evidentemente, no es ese. El debate es saber si deben entregarse al Estado las llaves del sagrario donde residen las conciencias de nuestros hijos.
Se lo diré de la forma más elocuente que se me ocurre: yo dejaría de buena gana la educación de mis dos hijos, de cinco y nueve años, en sus manos y realmente no se me ocurre maestro mejor para educar y formar sus pequeñas conciencias. Imagínese, pues, hasta qué punto me convence el programa que usted aplicaría a la asignatura. Como le he dicho, conozco bien los principios que Usted profesa y sé hasta qué punto coinciden con los que yo quiero transmitirles a ellos, en la seguridad de que habrán de convertirles en mejores personas. Sin embargo, si algo nos ha demostrado la Historia es que el Estado ha aprovechado la confianza y la buena fe de gentes como Usted para dotarse de las herramientas necesarias con que apoderarse y controlar el carácter y la personalidad de los muchachos en su propio beneficio; para adoctrinarles antes que educarles.
Para que pueda haber existido un Gramsci ha sido necesario que existiese antes un Horace Grant, es decir, alguien que, investido de la autoridad moral que le proporcionaban sus elevados principios y sus beneméritas intenciones, convenciese a la sociedad de que el Estado debía hacerse responsable de la tarea de inculcar principios éticos y morales a la juventud. Si en algo han coincidido todas las tiranías ha sido precisamente en ese afán por domeñar las mentes de los jóvenes a través de programas educativos de nombres igualmente pomposos y eufónicos que siempre, siempre ocultaron detrás la dogmática oficial, la imposición de los principios del Poder y la indisimulada voluntad de crear súbditos dóciles antes que hombres libres. Es demasiado ingenuo y no poco soberbio por su parte creer que usted podrá subvertir ese proceso inexorable, que el proceso empezará y terminará en Usted, Señor Marina; detrás de Usted acecha ya la sombra de los Gramsci de turno, prestos a apoderarse de la herramienta que Usted, con tan buenas intenciones, está a punto de ponerles en las manos.
No hablo por hablar y usted debe saberlo: mientras escribo estas líneas que acaso usted no ha de leer nos llegan noticias alarmantes sobre libros de texto concebidos para la asignatura, ya impresos y alineados en los estantes de las librerías; libros de texto donde nuestros hijos absorberán poco a poco el veneno del nihilismo, del relativismo, de la admiración de los tiranos y el escarnio de los justos, de la confusión de su sexualidad incipiente, del desprecio por la familia, del rechazo y la mofa, Señor Marina, precisamente de los principios en que Usted y yo creemos. No son muestras de mala fe de los periodistas ni exageraciones de una Iglesia celosa de lo que en tiempos fue su monopolio: son puras realidades. Sólo hay una forma de parar esa deriva, y es mantener la llave del sagrario lejos de las manos del Estado; que no tenga que recurrir Usted, pasados unos años, al orteguiano “no es eso, no es eso”.
El Estado, en sentido moderno, es una convención, un mal menor que las sociedades hemos tenido que construir para garantizar el ejercicio de la libertad individual, y no son pocos los esfuerzos, la sangre y las lágrimas que ha costado a la humanidad conquistar semejante logro. La verdadera democracia (hoy tan olvidada) es el sistema por el cual los ciudadanos controlan al Estado, nunca al contrario. Esa es la razón por la que hay que privar al Estado de cualquier medio por el cual pueda subvertir ese sagrado orden de las cosas.
Y esa es la razón, Señor Marina, por la que desde esta humilde tribuna me atrevo, con admiración y respeto, a invitarle a reflexionar sobre su postura y a pedirle que la modifique. Le invito a unirse, desde su autoridad moral y su prestigio científico, a la incipiente empresa destinada a arrancar de las manos del Estado la educación de nuestros hijos, y a la promoción del cheque escolar como medio más justo y libre de atender a las necesidades de educación de los que menos recursos tienen, y como forma de garantizar que los principios en los que Usted y yo creemos llegarán a nuestros jóvenes, esta vez sí en su integridad y pureza, a través de la libre actividad de las instituciones educativas, sin la intromisión de quienes pretenden apoderarse de las conciencias de nuestros hijos en su propio beneficio por medio del monopolio de la educación pública. Apártese ahora, Señor Marina, de ese sueño suyo, semejante a una República de los Filósofos entre cuyas altas misiones se encuentre la de educar a los jóvenes porque ese sueño, como hemos visto a lo largo de la Historia, deviene en pesadilla; la República apenas tarda un instante en ribetearse de Tiranía y los Filósofos, no pocas veces, terminan meditando sobre la deslealtad de los poderosos mientras apuran una copa de cicuta.
(Josep Pla)
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dimarts, 24 de juliol del 2007
Carta oberta a José Antonio Marina
He trobat aquesta carta oberta d'Emilio Alonso, autor del blog Freelancecorner, sobre el tema de l'assignatura obligatòria Educación para la Ciudadania que, per l'interès que crec que té, m'atreveixo a publicar íntegrament.