“¿Ha dicho usted guerra?”, d’André Glucksmann a El País.
El momento fue bien elegido. Bernard Kouchner soltó su piedra del escándalo en el charco de los sobrentendidos diplomáticos y pronunció la palabra "guerra" la víspera de su viaje a Moscú. El destinatario número 1 del mensaje era su homólogo ruso, que protestó, pero tomó buena nota: si Moscú sigue bloqueando cualquier sanción efectiva susceptible de reforzar las reprimendas, hasta ahora inútiles, del Consejo de Seguridad, Francia se esforzará, fuera del Consejo, en movilizar a la UE, que atrae más del 50% del comercio exterior de Teherán, apostando por duras sanciones económicas para intentar frenar la espiral nuclear iraní. En resumen, Kouchner invita a los europeos a ignorar las maniobras dilatorias de Moscú en la ONU.
Cuando el sabio señala la Luna, los imbéciles se fijan en su dedo. Cuando Kouchner habla de "guerra", muchos europeos estiman que se trata de una palabrota soltada como un disparo de pistola en el silencio religioso de unas negociaciones respetuosas. La revelación del esfuerzo clandestino e ilegal de Irán para franquear el umbral de la energía nuclear de uso militar data ya de agosto de 2002. Desde entonces, y a pesar de todas las confirmaciones de la AIEA, las negociaciones, dirigidas principalmente por Londres, París y Berlín, no han dado resultado alguno.
Es hora de sopesar francamente los riesgos. Algunos se preguntan: ¿acaso se pierde algo por esperar? Todos los expertos coinciden sobre la capacidad técnica de la industria iraní: bastarían de dos a cuatro años para alcanzar el punto de no retorno. Así que el tiempo apremia. Pero ¿la perspectiva de un Irán nuclear será suficiente para que las democracias se movilicen con la mayor urgencia e impidan, de mejor o peor grado, que se franquee ese umbral último? ¿O bien hay que convenir con Jacques Chirac (enero de 2007) que una potencia nuclear más o menos no merece que nos calentemos la cabeza?
En efecto, la guerra fría nunca dejó de serlo en las altas esferas: durante 45 años la disuasión frenó la escalada bélica entre los dos bloques. Semejante equilibrio de terror no tenía, sin embargo, nada de automático. Unas crisis sucedieron a otras hasta llegar a la de Cuba (1961), en la que, como prueban los archivos norteamericanos y rusos, la partida se jugó al borde del abismo y a punto estuvo de escapar a la prudencia de Kennedy y Kruschev. La idea de que la bomba iraní no tendrá consecuencias para la paz mundial sólo puede obedecer a la más ignara de las fantasmagorías. Tanto más cuanto que Arabia Saudí, Turquía y Egipto no se someterán a la hegemonía nuclear iraní sin transgredir, a su vez, el Tratado de No Proliferación. ¡Esto va a ponerse feo! El horizonte que están diseñando los manitas de Teherán, aunque sea sin darse cuenta, para un Oriente Próximo grande como un pañuelo, con fronteras mal definidas, múltiples embrollos comunitarios y enormes intereses tecnológico-petroleros, no es otro que el de una guerra civil nuclear.