Victòria Camps fa una
aportació sensata al debat que hauria d’haver generat el Manifiesto por la lengua común. Tot i que minimitza massa la importància del problema, té la virtud de reconèixer que la seva causa és la voluntat nacionalista de construir una nació monolingüe.
Una doble línea escolar, en catalán y en castellano, no sólo sería económicamente insostenible, sino un fracaso material. La lengua catalana es, hoy por hoy, la lengua de la clase dominante, la que da prestigio social (como lo fue el castellano durante el franquismo), cuando menos a ciertos niveles. Los primeros que optarían en Cataluña por la escuela catalana serían los padres castellanohablantes, por lo que representa de ascenso social para sus hijos. Son los hijos de los inmigrantes de la posguerra los que más han celebrado la existencia de una escuela catalana para todos. En cambio, los padres que viven en un entorno exclusivamente catalán quizá bendecirían esa tercera hora de castellano tan denostada por algunos políticos y medios de comunicación cercanos al nacionalismo. Y a ninguno parecería mal un mejor equilibrio de las dos lenguas. Por ello, sería conveniente flexibilizar el modelo, contrastarlo con una realidad que está lejos de ajustarse al ideal previsto, y no dejar de adaptarlo a las nuevas situaciones. Pero flexibilizar el modelo no es lo mismo que atender a los supuestos derechos de cada individuo que esté en desacuerdo con el modelo educativo. Ninguna sociedad con educación pública podría funcionar así.
El gran problema de los nacionalismos sin Estado es que su objetivo último es llegar a tenerlo. Y mientras ello no ocurre, la tendencia de los políticos nacionalistas, sea cual sea el partido al que pertenezcan, es actuar “como si” tuvieran un Estado propio, lo que da lugar a políticas, en el peor de los casos, no del todo legítimas y por lo general inútiles porque están destinadas al fracaso. Son políticas que vislumbran el ideal de una nación monolingüe, que nunca se ha correspondido con la Cataluña real ni llegará a hacerlo. Una dualidad que produce disonancias e inquietudes tanto en los partidarios de esa idea platónica nunca realizada como en los que quisieran dejarse de historias y ver reconocida tal cual es la realidad en que viven. Con la excusa, teóricamente justa, de que el catalán necesita una protección constante y sostenida, se realiza una discriminación positiva que no todo el mundo acepta ni siempre es democráticamente intachable. Así, en el día a día, nadie tiene problemas para comunicarse en la lengua que prefiere, pero la documentación que procede de la Administración pública es siempre monolingüe. A diferencia de lo que ocurre con la empresa privada, que pregunta previamente al ciudadano en qué lengua quiere ser atendido, la Administración no pregunta y lo hace sistemáticamente en catalán.
No hay problemas de convivencia en Cataluña, se ha repetido hasta la saciedad. Los hay para quienes se empeñan en vivir sólo en una de las dos lenguas, los que se niegan a aceptar que nuestro hecho diferencial es el bilingüismo. Cataluña no es Francia ni Alemania. No vale para Cataluña el argumento de que quien quiere vivir en Francia debe aprender francés y dejar su lengua de origen para la esfera privada. Aquí, mientras tengamos dos lenguas oficiales, ambas deben convivir no sólo en el ámbito privado, donde lo han hecho siempre, sino también en la esfera pública. Y hay una cierta resistencia a que así sea, un espejismo que impide ver la realidad tal como es. Pero el espejismo es exclusivamente político, no cultural. Ahí aciertan los autores del Manifiesto, pero no en dramatizar la preocupación. El problema no es más que un pseudoproblema. Que no se arregla con cambios en la Constitución -¡Dios nos libre de intentarlo!-, sino con sentido común.
ADDENDA.- Joseba Arregui centra la qüestió en aquest magnífic
article:
LAS RESPUESTAS al manifiesto en favor de los derechos de quienes solo hablan la lengua franca española, o los de quienes, siendo bilingües, no quieren que se les fuerce a usar una de las lenguas, han partido en general de la buena salud de la que goza el español. Pero no es esa la cuestión: se trata de los derechos de los hablantes, y no de la salud, buena o mala, de las lenguas. Tampoco tiene nada de objetable que alguien subraye el valor de que el conjunto de la sociedad española cuente con una lengua franca: no tiene por qué desaparecer el valor de las grandes comunidades de lengua que desde la antigüedad se conocen como koiné.
En la misma medida son rechazables, en mi opinión, las acusaciones de nacionalismo exacerbado, y de ser el malo por representar al grande, y de imperialismo lingüístico que más de uno ha utilizado ante las afirmaciones bastante matizadas del manifiesto. Subrayar el valor de la lengua franca y los derechos de los hablantes no tiene por qué ser señal de nacionalismo.
Cierta confusión se ha puesto de manifiesto al analizar y valorar la relación entre los derechos de los hablantes y la territorialidad de una lengua. Se ha llegado a afirmar que el manifiesto incurre en contradicción por basarse en la reclamación de los derechos de los hablantes sin renunciar a la territorialización de las lenguas. Se ha llegado a reclamar que, si se subraya el derecho de los hablantes, cada uno de ellos porta con él, allá donde vaya, su derecho lingüístico como derecho subjetivo.
Pero no hay contradicción: los derechos de los hablantes se consideran siempre dentro de lo que los estados determinan como los territorios de las lenguas. No otra cosa implica la elevación de una lengua, o de varias, a la categoría de lenguas oficiales. Esta territorialización es congruente con los derechos de los hablantes, que son exigibles en el contexto de los territorios lingüísticos previamente definidos estatalmente. Los estados, las administraciones públicas, hablan e imponen. No hay ningún problema en ello. Pero dentro de esa territorialización lingüística siguen existiendo derechos lingüísticos. Existen derechos de los castellanohablantes en Euskadi, y no de los que hablen algún dialecto árabe. Y a estos, en esos contextos, se refiere el manifiesto.
No se trata de negar el valor del bilingüismo ni el valor del multilingüismo, ni de imponer el monolingüismo. Aunque la existencia de sociedades perfectamente bilin- gües –en las que todos los ciudadanos son perfectamente competentes en ambas lenguas– se pueda poner en duda y aunque el multilingüismo tan de moda siempre será elitista. Se trata de los derechos de los hablantes en cualquiera de las lenguas oficiales en un territorio determinado.
No se trata de recrear el mito de la lengua materna. Quien firma estas líneas debiera ser un deficiente mental, pues toda su enseñanza y su educación formal se han producido en alguna lengua distinta de su lengua materna. Otra cosa es que los padres tengan el derecho de poder ayudar a sus hijos en casa en las cuestiones escolares. Otra cosa es que los padres no quieran renunciar a que la lengua de casa no sea ocultada como lengua vehicular en ningún tramo de la escuela.
Es importante el argumento de las consecuencias: la inmersión ha conseguido una sociedad más cohesionada, se dice, y nadie deja de aprender castellano al final. Dejando de lado que los fines no justifican los medios, la pregunta es si dando entrada al castellano también como lengua vehicular en la escuela hasta los 12 años se resta tanto a lo que se quiere lograr.