Siento repetirlo de nuevo y sobre todo por mí, ya que cada vez se toleran menos las opiniones discrepantes de las tendencias globales: una de las costumbres o modas que me parecen más inútiles y nocivas es la de pedir perdón por las cosas que uno no ha hecho, con la agravante, además, de que no está uno facultado para ello. Hay en esta práctica un elemento de masoquismo y otro de engreimiento, aunque parezcan propensiones contradictorias. Por un lado, los actuales gobernantes o representantes de una institución se flagelan y se disculpan por las atrocidades o equivocaciones que cometieron, a veces en tiempos remotos, quienes rigieron los comportamientos de sus respectivos países o instituciones, y con las que ellos no han tenido nada que ver. Por otro, se arrogan absurdamente la capacidad para enmendarles la plana a sus predecesores muertos, como si no sólo se heredaran las culpas –no es así, por suerte–, sino también la posibilidad de expiarlas y de compensar los daños causados. Los daños infligidos por Hitler o por Stalin, por Franco o por Mao, por las diferentes Iglesias o religiones, por el Imperio Británico o por el Romano, por los esclavistas o por los numerosos tiranos de la historia, no pueden compensarse jamás a quienes los sufrieron, que, como sus verdugos, hace ya tiempo que desaparecieron de la faz del mundo. Dar “consuelo” a sus “herederos” –a veces directos y aún vivos, pero a veces traidísimos por los pelos o imaginarios– no deja de ser una falacia bienintencionada y hueca que en la mayoría de ocasiones sólo tiene como fin halagar el narcisismo de quienes no han sido víctimas pero disfrutan sintiéndoselo. Nada parece complacer tanto a las poblaciones actuales como la autocompasión y el victimismo. Quizá no hay tampoco nada tan rentable. Formar o sentirse parte de una minoría o mayoría oprimidas parece ser el mayor timbre de gloria a que se puede aspirar hoy en la tierra. Aunque uno haya tenido la fortuna de vivir en una época en la que los de su nacionalidad, raza o sexo ya no han sido oprimidos por nadie.
Lo cierto es que cada dos por tres un dirigente alemán se disculpa por los campos de concentración, clausurados cuando él era aún un niño; un Papa del siglo XX presenta sus respetos a Galileo, que murió en 1642; los políticos sudamericanos, con apellidos inequívocamente españoles como Chávez o Morales, exigen en castellano que el Rey Juan Carlos se dé golpes en el pecho por lo que en ultramar hicieron, en el siglo XVI, Colón, Cortés o Pizarro; los rusos se excusan ante Polonia, mientras el Japón se niega a hacerlo ante la China y Turquía ante Armenia, pese a las reiteradas peticiones de los bisnietos de los masacrados. Supongo que es cuestión de tiempo que surjan descendientes de espartanos exigiendo compensaciones a los iraníes por las Termópilas, o europeos y africanos de todas partes pidiéndole a Berlusconi que se arranque sus nuevos pelos y se rasgue sus ropas de marca en arrepentimiento por las fechorías de los emperadores romanos.
Lo que pasó pasó, y no hay quien lo rectifique ni lo repare ni enmiende. Lo que otros hicieron no lo hemos hecho nosotros, y no somos quiénes para excusarnos por los actos no cometidos. Creer lo contrario es de una soberbia infinita, y sin embargo hoy lo parece creer el mundo entero. No hay manera de resarcir a los damnificados, que yacen en sus tumbas y de nada se enteran. El tiempo –es inconcebible que se finja ahora ignorarlo– “ni vuelve ni tropieza”, por decirlo con Quevedo. Otra cosa es que se sepa lo que ocurrió, algo en verdad necesario. Para eso están los libros de Historia, y también las leyendas, las novelas y las películas, todo ello contribuye a que los crímenes no caigan en el olvido. Pero esto no parece bastar a los narcisistas contemporáneos, cuya última pretensión es que, además, se procese a los muertos, a quienes ya no pueden responder ni avergonzarse ni padecer castigo. Como si no hubiera suficientes casos que juzgar, con los responsables vivos y a menudo impunes, se pretende con cada vez más frecuencia que se abran causas contra cadáveres. No hablemos de nuestro país; en Rusia, tras la reciente condena “política” de Stalin por parte del Presidente Medvédev, que lo consideró “culpable de crímenes imperdonables contra su pueblo” y calificó su régimen –oh novedad– de “totalitario”, hay voces que no se conforman y que exigen también “una condena jurídica”. Insisto en preguntarme: ¿contra cadáveres? A los grandes criminales muertos ni les va ni les viene lo que se diga o se haga en un mundo al que no pertenecen desde hace tiempo. Tiene sentido juzgar a un criminal nazi mientras esté vivo y libre, por anciano que sea, pero no una vez que ya no alienta, no una vez que no va a escuchar su sentencia ni a cumplir su pena. Lo que se logra con todas estas actitudes justicieras inútiles, con estos brindis al sol, con esta simbólica persecución de los asesinos que por desgracia escaparon a la justicia humana –y me temo que no hay otra–, es transmitir indefinidamente las culpas más execrables. Como si en una época de descreimiento general de lo perdurable, se estuviera convencido de que justamente los crímenes son lo único eterno y que se reencarna ad infinitum. O como si las poblaciones actuales hubieran decidido desmentir el viejo dicho que de tanto sirvió, “Muerto el perro, se acabó la rabia”, y ya no supieran vivir sin esa postiza rabia.
(Josep Pla)
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dilluns, 7 de juny del 2010
Victimisme narcisista
He llegit amb retard aquest article de Javier Marías. Si no l'heu llegit, no us el perdeu!