Això és el que diu Dragó en el fragment del llibre que ha provocat l'escàndol:
Yo tendría entonces unos treinta años, pero no unas lolitas cualesquiera, sino de ésas –ahora hay muchas- que se visten como zorritas, con los labios pintados, carmín, rímel, tacones, minifalda… Estaban con otros chicos de su edad. Yo sabía ya que en Japón todo el monte, en lo concerniente al sexo, era orégano. Un extranjero podía hacer allí lo que le viniera en gana. Te sentabas en una terraza y, con tal de ser blanco, chistabas a la primera chica que pasara por delante, una de cada dos venía y esa misma tarde se acostaba contigo. A menudo, además, era virgen, o casi. Así eran en aquella época las japonesitas, fascinadas todas por unos seres de rostro pálido y maneras galantes a los que sólo veían en las películas. Era el mito del hombre blanco, gentil, sentimental, romántico, cortés, que las invitaba a comer y las dejaba pasar delante al atravesar una puerta, cosa que el hombre japonés nunca hace. De modo que, como te decía, estaba yo saliendo del metro y vi a aquellas dos ninfas. Como estaba tan mal acostumbrado las miré descaradamente. Ellas me devolvieron la mirada, les guiñé un ojo… y hale, las dos conmigo. Tendrían unos trece años (el crimen ya ha prescrito, así que puedo contarlo, aparte de que las delincuentes eran ellas y no yo), y me las llevé a un barcito de esos típicos de Japón, de cinco pisos sucesivos pero diminutos, en cuyo último piso nunca solía haber nadie. Subí con ellas allí y las muy putas se pusieron a turnarse. Mientras una se iba al váter y se quedaba ahí unos veinte minutos, la otra se me trajinaba. Me hicieron ver rojo, me volví loco por completo, me convertí en un pelele. Yo era como el protagonista masculino de La femme et le pantin, esa novela de Pierre Louys, en manos de aquellas dos criaturitas. Se turnaban, nunca estuvieron las dos juntas, y así me tuvieron dos horas, como en una partida de ping pong. Si en aquel momento me piden que firmara un cheque por el total del poco dinero que tenía entonces, lo hubiese firmado sin pestañear. Naturalmente les pedí el teléfono. Al día siguiente llamé: era falso. Bueno… Insisto: si hubo allí delito, ¿quién era el delincuente? ¿Quién abuso de quién? Yo fui raptado, zarandeado, engañado, cosificado… ¿O no?Però el que més m'interessa d'aquesta polèmica, que segueix a la dels casos de pederàstia a l'Església catòlica, és la constatació de com la revisió de valors dels anys 60 i 70, els anys de l'anomenada "revolució sexual", ha posat en suspens nocions com la de la identitat sexual i la de pederàstia. Via Arcadi Espada he trobat aquesta anàlisi de l'escriptor, periodista i filòsof Ferran Sáez Mateu que recorda aquelles legitimacions i apologíes que ara ens semblen incomprensibles:
...uno de los aspectos más controvertidos del proceso de ideologización que acabó denominándose impropiamente revolución sexual radica en las variadas legitimaciones y/o apologías de la pederastia que se produjeron en ese momento. Conviene aclarar que ese tipo de ideas ya están presentes en la tradición grecolatina, aunque aquí no vamos a referirnos a la Atenas del siglo IV a.C. sino a cosas que se decían con toda normalidad hace tan solo tres décadas. Ya hemos advertido al principio que conviene ser muy cautos con la pesada carga de estupidez de ciertas preguntas: ¿la pederastia es de izquierdas o de derechas, religiosa o laica, clásica o vanguardista? No, no, no. Lo que debemos averiguar es de dónde proviene exactamente el discurso legitimatorio que la acabó normalizando no hace tanto. Ese, y no otro, era el verdadero núcleo del debate que se produjo hace unos meses en relación a ciertas denuncias contra clérigos católicos por supuestos abusos. Se trata de un debate que se cerró en falso. El origen del discurso legitimatorio que comentamos –no de las prácticas, que por desgracia son antiquísimas– es muy concreto. En el momento en que el sexo fue conceptualizado sólo como un mecanismo liberador, sin más, las hormonas quedaron inexorable y severamente ideologizadas. No nos cansaremos de repetir que todo eso pasó en el periodo más tenso de la guerra fría, cuando todo, fuera importante o banal, quedaba connotado y formaba parte de una irreductible polaridad ideológica. El resto fue obra de la estética de la transgresión banal, tan propia de la época, así como de indigestos cócteles de Freud, Marx y Lévi- Strauss, agitados por maîtres à penser en las mejores brasseries de París. Como catalizador, un viejo paper elaborado en 1948: el Informe Kinsey. Desde una perspectiva metodológica, el informe Kinsey era un auténtico despropósito (para algunos, un fraude científico premeditado) que parecía tener como única función la homologación estadística de determinadas conductas, entre ellas la del propio investigador durante su adolescencia. Alfred C. Kinsey abogaba por la idea del continuum sexual, en la que no había exactamente hombres ni mujeres, ni homosexuales ni heterosexuales, ni adultos ni niños. Todo quedaba sujeto a una escala y, en consecuencia, todo era relativo. ¿Era aceptable la sexualidad entre adultos y niños? Respuesta: "¿Qué es un adulto, qué es un niño?". A todo ello habría que añadir que las identidades sexuales son meras construcciones culturales (Foucault) y que el poder se agazapa en ellas para dominarnos (aquí la lista seria larguísima: desde Wilhem Reich hasta Herbert Marcuse, pasando por el sociólogo valenciano Josep-Vicent Marqués, fallecido hace poco).