Arcadi Espada
La digitalización sólo trae ventajas para los viejos. Los elegíacos se han cansado (y nos han cansado, sobre todo) de elogiar las ventajas táctiles, olorosas y hasta andropáusicas del libro de papel. Pero dile a un viejecito que ante las memorias de Chateaubriand elija: la edición de papel del Acantilado, de un kilo ciento treinta, o la edición kindle, de 240 gramos. Y añádase que se trata de un viejecito obviamente présbite. Dile que elija también, cuando amenace el recuerdo como un vómito, entre salir a la lluvia de febrero o buscar en Spotify la croce e delizia de la Traviata de Lisboa. Y dile, en fin, a un viejo verde. Los viejos tristes de Brel se morían oyendo como el reloj del salón les decía: «Je vous attends». Mañana pondrán un twitter y chau.
No sólo hay razones funcionales de movimiento, de fuerza o de comodidad. Hay otra razón más profunda y decisiva. La vejez es el reino de la vida virtual. Lo quieran o no los jóvenes acaban saliendo y tocándose. Tienen que hacerlo. Hay una serie de obligaciones, dictadas por la naturaleza, que les llevan a la intemperie. Respecto a la juventud, las redes sociales sólo tienen la finalidad de permitir más y mejores, más precisos, encuentros. Internet no sustituye a la vida social de los jóvenes sino a los inevitables entreactos de la vida social. Por el contrario, en la vejez todo es entreacto. Una conversación virtual entre viejos está libre del cansancio, del mal aspecto, de la tos, de la pereza, de la irritación insondable de la edad.