Per aquests grans defensors de la humanitat, les responsabilitats no són personals sinó col·lectives i es transmeten per herència. És a dir, que inverteixen el principi bàsic de la democràcia i de l'estat de dret al jutjar les persones pel que són -descendents dels explotadors colonials- i no pel que fan.
Contra aquesta deriva totalitària del progressime occidental, l'escriptor i pensador francès Pascal Bruckner va escriure l'any 1983 un llibre polèmic i desmitificador: Le Sanglot de l´homme blanc. Un llibre en el que conclou que el sentiment de culpa no només perjudica inútilment l'Occident sinó que, sobre tot, perjudica els ciutadans del Tercer Món al focalitzar només les pressumptes responsabilitats en el passat colonial i ignorar el despotisme, la corrupció i la crueltat de la majoria dels governs que van sorgir de les independències dels anys seixanta.
Un altra aspecte, i més actual, d'aquest complex de culpa progressista, és la falsa idea que els occidentals sóm els més racistes i xenòfobs. El recent Informe anual de la UE sobre els drets humans no ajuda ha superar aquest prejudici. Com explica lúcidament Antonio Escohotado en el article al diari El Mundo:
Pero estar en la sesentena, y haber hecho viajes de duración considerable a cuatro de los cinco continentes, me lleva a pensar que -por fortuna- Europa es hoy uno de los lugares menos racistas y xenófobos del planeta. En efecto,
cuando hablamos de discriminación no podemos evitar hacerlo en términos relativos, atendiendo a cómo son tratados los europeos en otros países, cuáles son sus respectivas leyes de extranjería y qué grado de igualdad reina allí entre locales y foráneos. Nos parecería una iniquidad cargar al inmigrante o al turista con dobles precios por el hecho de no ser un nacional, o tener la piel de otro color; y no menos inicuo prohibirle comprar propiedades y abrir negocios, o exigir que lo hiciese con un socio nativo agraciado por el 51% de la casa o empresa en cuestión. Nos parecería monstruoso exigirle que adoptara cierto credo religioso, vistiera de cierto modo o siguiera nuestras costumbres en dieta alimenticia, matrimonio, preferencias sexuales o ideario político.
En rechazar canallerías de esta índole se cifra nuestro progreso. El rechazo no es mutuo, evidentemente, y prospera en una mayoría de países. Si queremos casarnos con una campesina en la India habremos de comprarla a su familia, y hacer lo propio en Pakistán sumará al pago en metálico una conversión a la fe mahometana. En China, donde los matrimonios mixtos han estado milenariamente prohibidos y siguen sujetos a autorización gubernativa, parece un gracioso obsequio permitir que el extranjero compre en Shanghai inmuebles por un plazo de 70 años, aunque grandes y muy numerosas colonias chinas en todo el planeta compran inmuebles como es debido, a perpetuidad. En Birmania es obligatorio cambiar hasta la última divisa en el control de pasaportes, cosa molesta cuando su moneda (el kyat) vale oficialmente 4 por dólar, mientras en la calle nos darán más de 600 si tuvimos la precaución de sobornar al aduanero. Lo mismo sucedía, y quizá sucede, en Haití. En toda Africa no sólo es temerario confiar en los contratos, sino ir por la calle sin protección de algún nativo o abundante armamento. En partes de Iberoamérica y el Sureste asiático los dobles precios pueden coexistir con abierta hostilidad.