La memoria y las memorias
Rodrigo Tena, notario y escritor
La asociación Volksbund es una organización humanitaria que tiene por objeto recuperar y cuidar los cementerios de guerra alemanes. El de La Cambe, en Normandía, alberga más de 20.000 tumbas. Jóvenes de toda Europa trabajan juntos en su conservación. Es, sin duda, una buena forma de aprender acerca de las guerras: ayuda a conocer las historias personales de algunos de los que allí yacen, al igual que hablar con los habitantes de la región permite comprender mejor los sufrimientos que padecieron. El primer campamento juvenil acuñó el lema que desde entonces ha guiado el trabajo de la asociación: Reconciliación sobre las tumbas: Trabajando por la Paz.Da envidia leer algo así, porque en España los cementerios son más motivo de discordia que lugar de reconciliación. ¿Por qué aquí es tan difícil algo parecido, después de un quarto de siglo de democracia y cuando nuestra Guerra es un suceso histórico todavía más alejado en el tiempo? Quizá para comprenderlo debamos volver por un momento al caso alemán, porque tampoco en Alemania ha sido fácil construir una memoria. Fue imposible mientras persistieron las atribuciones y exoneraciones de culpa colectivas, realizadas por motivos políticos que obligaban a sacrificar la verdad en aras de otras necesidades más perentorias.
El soldado de la Wehrmacht volvió a casa después de la guerra y se encontró con la noticia de que había sido un criminal. Para los vencedores no podía quedar la menor duda de la responsabilidad de aquel desastre: los alemanes en su conjunto. Pero aquello no podía durar en plena Guerra Fría. Resultaba crucial alinear a la República Federal con el mundo libre frente a la amenaza soviética, y de ahí los discursos de Eisenhower y Adenauer reconociendo al soldado alemán «haber combatido por su país con bravura, en el marco de las más altas tradiciones militares y del honor». Con ello no se hizo más que pasar
de un mito a otro, y hubo que esperar a abril de 1995 para que este último se hiciera añicos, coincidiendo con la inauguración en Hamburgo de la ya famosa exposición Guerra de exterminio. Los crímenes de la Wehrmacht, de 1941 a 1945. Una ingente cantidad de cartas y fotos demostrando la participación de muchos soldados en el genocidio -obtenidas tras la apertura de los archivos soviéticos- plantea de nuevo con toda su virulencia la cuestión de la Wehrmacht como organización criminal y, por extensión, la condición criminal de sus integrantes.
El semanario Die Zeit organizó una mesa redonda en la que Helmut Schmidt, canciller de la República Federal por el Partido Socialdemócrata -oficial de la Wehrmacht, e hijo de judío-, plantea la cuestión clave: la imposibilidad de atribuir una culpa colectiva. Reconocer que toda culpa es siempre individual permite la graduación y la exoneración, impide invocar su subsistencia temporal más allá de la vida afectada y, por eso mismo, prohíbe su utilización política por razones actuales. Sólo así las resistencias desaparecen y la Historia está en condiciones de fijar la verdad -la memoria- y de extraer su
correspondiente lección: la condena de la tiranía, el antisemitismo y la guerra de agresión.
Una vez que uno ha comprendido este hecho está ya adecuadamente preparado para visitar un cementerio de guerra alemán. Pero sin por ello tener que aceptar que el cementerio de La Cambe sea igual que el de Colleville sur Mer, unos kilómetros más al este, sobre la playa de Omaha, donde yacen más de 9.000 americanos que murieron en el desembarco. No es igual, porque de los enterrados en La Cambe no se puede decir lo que afirmó Patton cuando visitó el cementerio americano: «No debemos entristecernos porque hayan muerto, sino alegrarnos de que hayan vivido». Las vidas de los soldados alemanes fueron vidas desperdiciadas por causa de la tiranía a la que sirvieron, y por eso sólo podemos sentir lástima y pena. En cambio, las de los americanos tuvieron sentido, siguen teniendo sentido para nosotros, porque les debemos mucho. La conciencia de que no podemos desaprovechar lo que se ganó a un precio tan alto nos debería ayuda a combatir las nuevas formas de tiranía con las que estamos condenados a convivir. El cementerio de Colleville no es sólo un alegato contra el horror, es también un ejemplo de excelencia.
Pero en España aún no estamos preparados para visitar cementerios, porque hemos llegado a un virtuosismo inimaginable en el mundo de las responsabilidades colectivas: no sólo son genuinamente colectivas, sino también atemporales; no sólo afectan a todos los miembros del correspondiente bando o partido, sino también a sus hijos biológicos y a sus herederos ideológicos, como si ellos mismos hubieran luchado en las trincheras. Si la vinculación vital con la nación o con la idea es tan profunda, si la identificación con el grupo es tan perfecta que uno se hace responsable de todo lo realizado en su nombre, la Historia se tergiversa necesariamente, pues, convertida en biografía, es obvio que a nadie le gusta que le acusen y sí, en cambio, que le elogien.
Las resistencias a la verdad se multiplican y, por eso, en España, los nacionalistas vascos tienen su memoria, los nacionalistas catalanes la suya, y así sucesivamente comunistas, republicanos, la derecha, la izquierda…, cada cual con su memoria; mientras los pobrecitos españoles desamparados por estos formidables atributos no tienen ninguna.
Pero no seamos ingenuos. Si las atribuciones colectivas tienen tanto éxito es porque los políticos saben que obtienen réditos con ellas (como si viviésemos en una permanente Guerra Fría que nos obligase a subordinar la verdad a otros intereses superiores). Por eso, para los nacionalistas vascos, la Guerra Civil en Euskadi fue una guerra de invasión; para los catalanes, el 11 de septiembre de 1714 se planteó en Barcelona una lucha independentista y no legitimista (véase el Preámbulo del Estatut); para los republicanos, la República era el paraíso finiquitado por un golpe militar; y, para la derecha, todo lo contrario: el golpe era tan legítimo o ilegítimo como el Gobierno contra el que se dio, que ya no representaba legalidad democrática alguna. Unos buscan reparación -colectiva, naturalmente-, otros colocar al contrincante político en dificultades forzándole a reconocer una filiación incómoda, y el contrincante se defiende un día y ataca el otro, como si la Historia no fuese más que un arma
arrojadiza.
Sin dejar de ser despreciable, resultaba lógico que el franquismo considerase la Guerra Civil como una cruzada de buenos contra malos, pues en esa interpretación encontraba la fuente última de su legitimidad. Pero que en la España democrática continuemos lastrados por condicionamientos políticos interesados a la hora de interpretar la Historia resulta injustificable. Nadie duda en Alemania del papel jugado por destacados representantes de la burguesía en el advenimiento y triunfo del nazismo, pero hubiera sido un absoluto anatema vincular a Adenauer con ello por razón de sus ideas, no digamos a Kohl o a Merkel. En cambio, en España, este milagro es todavía posible. De la guerra fueron responsables las derechas o las izquierdas o España y, por ello, sus herederos tendrán algo que decir (hasta los hay que exigen disculpas). El hecho de que algunos políticos de izquierda fuesen más responsables que otros de derecha, y a la inversa, es decir, que la responsabilidad fue individual y hay que examinarla caso por caso, suena a provocación. Sinceramente, deberíamos hacer un máximo esfuerzo de responsabilidad por construir una memoria común en un momento como el actual en el que no hay ningún inconveniente político serio que lo impida. Puestos a reflexionar, sólo hay un lugar en que esto es imposible: Euskadi.
Si el esfuerzo de reconciliación parece tan difícil con relación a la Guerra Civil, ¿qué esperanza hay en el País Vasco, con tantas víctimas reales y no imaginarias, con tantos responsables del horror vivitos y coleando y con tantos intereses en juego? Absolutamente ninguna, porque aquí sí que las resistencias a la verdad -como en el caso de franquismo- son perfectamente lógicas: muchos se juegan el ser o no ser. En Euskadi las responsabilidades no son colectivas ni imaginarias, sino individuales y muy reales. Sus protagonistas, que no son pocos y mandan mucho, son los máximos interesados en mantener el socorrido juego de las exoneraciones e imputaciones colectivas de responsabilidad -algo, por otra parte, tan propio de cualquier nacionalismo-, no sólo por lo importante que es dormir tranquilo por la noche, sino por lo satisfactorio que es conservar el poder y, si es posible, acrecentarlo.
Es, por ello, perfectamente lógico que no tengan ningún interés en que la Historia fije la verdad -la memoria- de tal forma que pueda extraerse fácilmente su lección: la condena del nacionalismo radical y agresivo con el que tanto tiempo llevamos conviviendo. Pero no desesperemos. Con la misma certidumbre con la que cabe afirmar que hoy en el País Vasco no es posible la reconciliación y sólo es posible la
Guerra Fría (vale mientras sea fría), se puede pronosticar que llegará un día en el que un viajero del futuro visite los cementerios de unos y otros, y sienta lástima en todos, pero que tenga muy claro dónde repetir las palabras de Patton.
Mientras tanto convendría dejar de hablar de responsabilidades colectivas del pasado y empezar a reconocer las individuales del presente, entre las que destaca la tergiversación de la Historia. Hacerlo sería una prueba de lealtad democrática porque, como afirmaba Raymond Aaron, «la democracia es el único régimen que proclama que la Historia de los Estados está y debe estar escrita en prosa y no en verso». Sólo cuando seamos conscientes de ello estaremos en condiciones de construir una memoria y dar así un paso irrevocable hacía un futuro mejor.
(Josep Pla)
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dimecres, 14 de juny del 2006
La memòria
He rebut aquest magnífic article per e-mail. No l'ha sabut trobar a la xarxa, per això em permeto la llibertat de reproduir-lo íntegrament: